Don Gustavo, mi chamán de confianza
Lo primero que quiero es aclarar que mi confianza en la Santa Ciencia es total. Los médicos son para mí una especie de raza superior dotada de una inteligencia máxima. Sobre todo si les comparo conmigo: ellos descifran cadenas de ADN y yo no puedo ni descifrar las instrucciones de los Lego de mi hijo. Dicho esto, reconozco que cuando hablamos de “curar”, mi maldito corazón monógamo hace una excepción y acepta las relaciones abiertas. Por eso, aunque lo mío con mi oncólogo va en serio, de vez en cuando coqueteo con otros sabios que tienen menos títulos pero mucha más labia: los chamanes.
Muchos solo buscan ganar dinero, como aquel doctor de bata blanca y apellido compuesto que tenía una clínica en la zona más vip de Madrid. Después de preguntarme por mi enfermedad con detalle, me conectó a una máquina de “biorresonancia”, un aparatito muy retro que parecía sacado de una película de serie B sobre la Guerra Fría. Al terminar, como si me estuviera contando algo nuevo, dijo muy serio: “Tienes cáncer”. Pero ojo, que más seria le miré yo cuando me soltó: “Son 280 euros”. Ja! Ese no se ha olvidado todavía de mí, ¡menuda soy yo con mis miraditas!
Pero hay otros chamanes más low cost, que ni siquiera cobran, o lo hacen en especie. Un ejemplo es mi “chamán de confianza”, Gustavo, al que le pago con galletas de avena caseras. A ver, le digo que son caseras, pero en realidad son compradas en la zona bio del Carrefour. Don Gustavo, como le llaman en el banco, no busca dinero, ya gana suficiente como director de una sucursal en Aluche. Bueno, a lo mejor no gana tanto. Está separado y tiene una nena de 4 años, como mi hijo. Se llama Pranayama, que en sánscrito significa “energía vital”, aunque en el banco, por evitar los prejuicios y miradas raras, ha dicho que se llama Laurita. Tampoco ha dicho en el banco que a la pandemia la llama plandemia y al covid coronacirco. Sí, allí guarda muchos secretos: tampoco le cuenta a la gente nada de la letra pequeña de las hipotecas. Un día, hace ya años, nos abrimos el uno al otro: yo le conté lo de mi oscuro pasado como presentadora de un “Llama y gana” y él me contó lo de su oscuro presente como seguidor del “Camino Rojo”. Según él, no se trata de una religión ni mucho menos de una secta: solo es una sencilla senda espiritual chamánica rescatada de los indios de norteamérica cuyos seguidores se juntan desnudos de vez en cuando para hacer ceremonias. Como la ceremonia del temazcal: una sauna en medio del bosque donde se meten todos a sudar y purificarse. Cada vez tienen más adeptos, si siguen así, pronto tendrán su propia casilla en la Declaración de la Renta.
Quedan dos semanas para la operación en la que me quitarán el pecho. Estoy como tantas veces sentada en un banco del parque mirando al infinito sin pensar en nada, me acompaña mi chamán. Estos días consigo con facilidad dejar mi mente en blanco. ¿gracias a la meditación? No, gracias a los orfidales. Estoy tomando tantos que si me viera Carmina Ordoñez me diría. “Chica, ¿te estás pasando un poco, no? Hace días que no cojo el teléfono ni a mi madre, no contesto a los whatsapps y puedo estar más de una hora seguida sin mirar cuánto han subido mis seguidores en Instagram. El chamán se acerca. Sabe lo de mi operación. Me dice que le gustaría venir a mi casa a hacer una ceremonia que me proteja de posibles complicaciones en la cirugía. Me da un poco de pereza, pero como tampoco pierdo nada, utilizo la máxima que siempre uso para estas cosas. ¿Es gratis? Pues adelante.
Salgo del obnubilamiento. Mi hijo está intentando otra vez besar a la siempre dulce Pranayama, que le aparta como puede: “¡No es no!”, le grito desde la distancia. De verdad, no sé cómo explicarle a este niño que no puede estar todo el día intentando besar a las chicas. El chamán no le da mucha importancia, para él “la energía masculina busca a la femenina” y no va más allá. Se ve que el Camino Rojo y el Violeta todavía no han convergido. Consigo separar a mi hijo y me pregunto si hará esto también en el cole. Seguro que ya se está creando un movimiento de damnificadas, un #metookids. De verdad, con la ilusión que me hacía a mí tener un niño gay, o trans, o al menos bisexual, pero nada, me ha tocado uno más hetero que Bertín Osborne.
Mi chamán de confianza me ha dicho que tengo que preparar la casa para el ritual. Dice que tengo que tapar todo con sábanas blancas menos mi altar de los ancestros. En mi altar están las fotos de mis cuatro abuelos y de mis siete gatas muertas. No sé si creo en ello o no, pero a veces me siento y rezo. Mi hijo también lo hace. "Por favor, que mi mamá me deje ver más capítulos de la Patrulla Canina y que el juez me deje ver más a mi papá". Ay estos niños, tienen unas cosas…
Mientras tapo los muebles me acuerdo de los consejos que siempre me está dando mi chamán. Uno de los peores fue cuando se murió hace un mes mi gata Leonsia. Me dijo que tenía que velarla durante tres días. Estaba tan en shock por aquel repentino fallo hepático que le hice caso y la coloqué en una silla rodeada de velas en el salón. Pero al tercer día aquello empezó a oler fatal. Y yo, que con esto del cáncer me he vuelto un poco tiquismiquis con las bacterias, los gusanos y las larvas post mortem, decidí acabar con aquello. Cogí a la gatita con las pinzas de la barbacoa y la llevé a casa de mi chamán para que él decidiera qué hacer. Dice que le dio un entierro digno en un pinar cercano y que rezó para que encontrara el camino de la luz. Pero un día al ir a tirar la basura me encontré una bolsa por la que asomaba, totalmente tieso, lo que parecía ser un rabo con pelo naranja. O aquello era mi gata, o ahora hacen consoladores peludos.
Ya está todo tapado con las sábanas, el ambiente es neutro y puro como quiere mi chamán. Mi casa se parece tanto a la de Los Otros que no sé si por la puerta va a parecer mi vecino o Nicole Kidman. Solo espero que al final de esta aventurilla no estemos todos muertos. Suena el timbre. Es Don Gustavo. Me cuesta reconocerle, no me había advertido de que se iba a disfrazar de apache. Antes de que me pueda haber fijado bien en su atuendo vuelve a sonar el timbre. Es mi madre. Sube corriendo las escaleras y en cuanto me ve, empieza a pedirme explicaciones: "¿Por qué no contestas mis whatsapps? ¿Por qué no me coges el teléfono? Y… ¿Por qué estás con un señor con plumas en la cabeza y una garra de halcón en el cuello?”, dice con cara de asombro y asco a partes iguales. “Es banquero, mamá”. Le digo, como si eso ayudase a normalizar la situación, “y viene a hacer un ritualcillo de nada para que vaya bien la operación. ¿Porque va a ser breve, no, Gustavo?”.
Tres horas y media después. Don Gustavo continúa con su poncho de King África y su tambor chamánico cantando canciones “medicina”. Repite mucho una oración: “Ahó meta caase, teta sana teta sana, he! he!” Y luego me echa sobre el pecho un polvo amarillento que parece azufre. ¡Qué peste! Estoy enfrente suya, sentada en la alfombra y ya no sé en qué postura ponerme. Menuda encerrona. Es la última vez que me dejo liar por él ¡La última! Todo está lleno de velas de diferentes tamaños y colores, de cuencos con agua, con fruta, con cosas que no sé ni lo que son. El cabrón de mi chamán ha tirado hojas secas por todos sitios, ya verás mañana el rebote que se va a pillar la chica que viene a limpiar, seguro que se enfada y me deja por guarra, como todas las anteriores.
Don Gustavo está como en trance dando vueltas con su poncho mientras toca el tambor. Yo estoy agobiada por el humo de los inciensos. ¿Para esto he dejado de fumar? No puedo ni respirar. Estoy tragando más humo que cuando mis amigas y yo nos metíamos en el water del after a mear y fumar mientras nos contábamos cosas que ya nos habíamos contado mil veces. Para protegerme de la humareda, me hago con una de las sábanas que tapan los muebles y me meto debajo. Qué tranquilidad. Me tumbo. Siguen pasando los minutos. Parece que estoy en un tipi indio. No tengo mucho que hacer ahí debajo, así que me empiezo a hacer preguntas trascendentales: ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Se dará cuenta si me toco un poco? No creo. Así que cierro los ojos y me evado. Menos mal que el chamán canta alto, menos mal que está en trance, menos mal que no puede escuchar mis gemidos. Estoy a punto de llegar al clímax, a punto, cuando de repente oigo a mi chamán gritar. Gritar más que antes, me refiero. Esto es demasiado incluso para él. Salgo de mi escondite y veo que su poncho de King África ha prendido en llamas. Ya sabía yo que no era buena idea llenarlo todo de velitas.
Voy a por el extintor del descansillo y lo lleno de espuma. Viene una ambulancia. Se llevan a mi chamán churruscado. Al parecer tiene quemaduras de tercer grado en el cuerpo. Desde luego, lo suyo es puro altruismo, ha hecho una ceremonia para protegerme a mí y se ha olvidado de protegerse a sí mismo.
Lo siento por mi chamán, un montón, pero al menos, cuando me ingresen dentro de unas semanas, ya tendré a alguien conocido en el hospital.